Paula León | Memorias de exilio

Paula León | Costa Rica



¿QUÉ LE PRODUCE LA PALABRA CHILE?

Chile, es la palabra pendiente, que rasguña la piel; agujero hondo de pérdidas y ausencia. Es el dolor trazado a los cuatro años cuando el golpe de estado colocó el miedo en la espalda, padres escondidos, los libros tan celosamente cuidados de repente desmembrados por el water, noches a oscuras en sótanos sintonizando «Radio Moscú» por onda corta… para saber «qué pasa». Figuras en tránsito para esconderse en embajadas y de repente despedirse de abuelos y familia para llegar al trópico (previo entrenamiento para interrogatorio y eventual tortura), aprendizaje que reconozco útil, pues desprenderse del cuerpo y volar muy lejos, ha sido un recurso efectivo para resistir el dolor físico.

Con la ingenua idea de que la dictadura pronto acabaría, mi madre siempre tuvo lista la maleta para volver; en la casa se comía a la chilena y se tomaba «la once» (hasta hoy), nos impulsaban a no encariñarnos con amigos y vecinos; nos aleccionaban de jamás hablar de política. Mi padre se ubicó como docente y mi madre pasó de militante a «ama de casa» por varios años, (trasvestismo feroz y confuso) hasta que retomó estudios.

Crecer como extranjera en tiempos de guerra fría, tenía sus costos, con mi hermano teníamos que enfrentar la áspera burla y cuestionamiento incisivo de los profesores (pues el éxodo suramericano ya había saturado la escuela). Y en la casa, la culpabilidad reiterada de que debíamos agradecer estar vivos, configuró una áspera deuda imposible de saldar.  Mientras tanto, los abuelos mandaban semanalmente periódicos para los grandes y revistas de historietas para nosotros, y por supuesto; las cartas previamente abiertas, que duraban muchos meses en llegar.

Cada año, una o dos llamadas telefónicas a larga distancia, con eco, entrecortadas, eran de una angustia absoluta, con frases en clave y absoluta impotencia. El «paciente enfermo» era el código para referirse al estado del país. Todavía, no soy capaz de hablar a larga distancia (ni tampoco de escuchar frecuencias de onda corta), el temblor de piernas o el vómito me arrastran.

«Ustedes no tienen más herencia que la memoria» -decía mi madre- y así nos contaba todas las noches las historias de las abuelas, tías abuelas y antecesoras; anécdotas familiares en relatos alucinantes detallados de inscripciones geográficas y sensaciones únicas.

Ya en el colegio, los chicos me apodaban «Pinochet» sin entender la carga dolorosa del término. Con mi uniforme oficial y el pelo tapando los ojos, las rebeldías las defendía a punta de solvencia académica. Los viejos chilenos, se iban poniendo pesados en los ochenta, así que cuando llegué con un cuadro de mejores notas, mi padre indicó: «No olvides, que en país de ciegos, el tuerto es rey». Y es que entre la nostalgia impotente, en medio de un país en plena coincidencia con EEUU y en marcos de la guerra fría, los hombres chilenos se volvieron ácidos, críticos y despotricadores del contexto; lo que valió también generar un ambiente menos receptivo ante la incisiva descalificación al país receptor.

En la efervescencia adolescente, un Chile íntimo de pronto retorno, era la caricia  ancestral siempre en espera, en búsqueda de pertenencia. Desde allí comencé a involucrarme en actividades de solidaridad y por defensa de los derechos humanos en Chile y Centroamérica.

Estudié antropología, probablemente porque las identidades eran un tema irresuelto, ese misterio de cómo la cultura se arrastra, resiste, muta y reconvierte.

Y de repente, contra todo lo esperado, a los 18 años me embaracé y fui madre soltera (patrón recurrente según estudios de la diáspora), con una drástica censura de la mayoría de los compatriotas incluyendo a mis progenitores, que pese a sus progresismos, guardaban un particular conservadurismo en temas de familia.

Estudiando y trabajando, seguramente a manera de reparación, impulsé que mi hijo tuviera patria con suelo, posibilidad de apego, pertenencia en este pequeño país de hermosa riqueza en biodiversidad y maravillosos paisajes, recorrimos muchísimos pueblos, se aprendió los himnos, la historia, las costumbres; sin embargo, apenas cumplió mayoría de edad se acogió a la ciudadanía chilena, pues defiende e insiste que la transferencia cultural del exilio es una marca transgeneracional y que ese Chile lejano, también le es propio. Defiende también que el derecho a crecer en la patria que se le negó a su madre, es parte constitutiva de quien es él hoy.

Y es que, habíamos ido a Chile por tres meses, cuando él tenía nueve años, yo me reencontré con todo, el pan, el olor de los duraznos, las ciruelas en el suelo, la tierra seca del verano, la harina tostada, el río Bío Bío y el cerro Caracol donde mi padre me llevaba a lapa. Mochileamos hasta Chiloé; pero el mayor impacto avasallador fue encontrar el calor de una familia (casi clánica) donde te aceptaban, te reconocían y pertenecías, conversar con los primos a los que sólo conocía por cartas, re-escuchar las canciones de las tías, las parrilladas del domingo, y las eternas historias de la parentela. Encontrarse también con las vivencias de los otros exilios familiares, alimentadas por tradiciones y términos europeos, cubanos y bolivianos. Y de repente, encontrarse en un algo común e indescifrable que nos hacía parte.

Mi padre murió a los 50 años de profunda tristeza; en país ajeno, hace mucho se le había destrozado su proyecto político, de a poco su matrimonio y también su espacio laboral (único refugio de resistencia).

Como muchos varones exiliados de esa época el alcohol fue un frecuente y legitimado recurso de evasión. Como muchas mujeres de esa época, se quedaron solas, no rehicieron pareja y se hicieron cargo solas de los hijos, en patria ajena y con hartas penas.

Mi padre soñaba con volver, que recorriéramos el país de punta a punta, de llevarnos a conocer el desierto, recorrer Parral y Puerto Montt donde había vivido de niño, como interno en un colegio jesuita. De cómo las sandías se partían al golpearlas y del sabor maravilloso de las longanizas de Chillán.

Por estrictas razones de sobrevivencia, mi hermano y yo, aún extranjeros, seguimos acá lejos; nunca hemos votado, nunca hemos sido ciudadanos, cada uno alquilamos casa, estamos en tránsito. Y enfermamente, siempre hemos creído que vamos a volver. La tecnología nos mantiene de cerca sobre el estado político, artístico y cultural de Chile; preocupados por el azote neoliberal que polariza económicamente un país ya drásticamente dividido ideológicamente, con sectarismos abismales y clasismos económicos de barbarie que nos resultan absurdos desde nuestras latitudes actuales que tienden a ser bastante pluralistas y poco segmentadas.

Pero Chile, es Chile.
Y resulta que los fragmentos de razón, emoción y sensorialidad lo reconfiguran todo.
Chile es esa patria, que los papeles dicen mía pero que no piso.
Es mi pasaporte. Y mi virginidad en el voto.
Es el pago anual, (que no es leve) por ser residente legal en este país.
Es haber crecido con familia chica. Sin primos ni abuelos.
Es tener costumbres, que explicar y compartir.
Es tomar vino, tomar once y tener siempre un libro de literatura en proceso.
Usar términos de los años setenta, que resultan ridículos a los chilenos contemporáneos.
Es cargar una maldita racionalidad (más injusta y costosa, que certera).
Es repensarse y recrearse.
Es extranjeridad planetaria.
Chile es un exilio, que en 40 años perpetúa secuelas, amores-desamores, construcciones ilusas y múltiples temores.
Chile es deseo. Proyección y realidad.

Para mí, día con día; Chile representa el deseo que ningún niño o niña, tenga que crecer con miedo, sin patria, sin identidad legitimada, sin familia extensa y con el alma repleta de recuerdos sin clavo al cual asirse.

Chile me convoca a la energía vital del derecho a la historia, a la pertenencia y a las ajenidades.

Cuando en los auges del discurso global se hablaba de «ciudadanos del mundo», habíamos muchos «extranjeros del mundo», y que desde ese lugar de recomposición múltiple de culturas, somos y estamos. Creyendo que el mundo debe ser para todos. Y que la pertenencia la dará el tejido social de afecto solidario, apañado de una política social y económica que permita reconocernos como seres humanos dispuestos a compartir el viaje transitorio de la existencia con iguales posibilidades, sin negar el pasado, sino revitalizándonos de las múltiples historias que nos constituyen.

Chile es mi amor y mi pena. Mi hilo discontinuo. Mi esperanza de reencuentro. El derecho al sueño y a trabajar por utopías.

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