María Paz Duarte Rodríguez | Memorias de exilio

María Paz Duarte Rodríguez | Mexico



¿CÓMO FUE SU SALIDA DE CHILE?

1973.

Luego de varios días asilados en la casa del embajador mexicano Don Gonzalo Martínez Corvalá en Chile y tras casi un día detenidos en el avión que nos llevaría a México, pudimos despegar.

Al cruzar la cordillera de los Andes mi madre nos hizo prometer que volveríamos; nos habían desterrado del hogar. Volveríamos.

Llegamos de noche a México, luego de una horrible escala en Panamá donde los boinas negras nos encañonaban para ir al baño – yo tenía solo 6 años  y unas enormes ganas de hacer pipí-.

El piloto sobrevoló el D.F. millones de lucecitas que reanudaban el vértigo frente a lo desconocido. Una ciudad enorme que no parecía dormir.

Huellas y fotografías, flashes, cansancio, una habitación de hotel, por fin una cama para cada uno de nosotros 7. Era el 13 de octubre de 1973.

Llegaba mucha gente a visitarnos al hotel. El alma solidaria mexicana nos tocaba con sus alas. Estábamos mareados. Veníamos de vivir al nivel del mar y de un estado de guerra y estábamos asustados. México era grande y olía diferente. Primeros viajes en metro y en trolebuses, caminar y desear los panecitos mexicanos tras las vitrinas de las panaderías.

Ropa nueva que nos traían de la aduana; voces nuevas y algún rencuentro. Vértigo.

Mi abuelita Margot que todos los días iba a las rejas de la embajada para tratar de vernos, de hablar con nosotros, logró poco antes de que nos dieran el salvo conducto que le dejaran pasar un abrigo para mi mamá, un abrigo para mi papá y una maletita pequeñita con un par de zapatos y una muda de ropa para cada de nosotros, sus 5 nietos.

A los pocos días en México, sin un centavo, mi madre llevaba el abrigo puesto; ese día habíamos caminado muchísimo, estábamos cansados y cerca del hotel Versalles había una panadería; los cinco hermanos mirábamos el escaparate lleno de pasteles, no pedíamos nada, solo mirábamos, mi madre entonces descubrió que el bolsillo del abrigo tenía un hoyito, jugueteando siguió la ruta del agujero y dio con un pequeño objeto duro; al llegar al hotel, buscó qué era. Mi Margot, mi abuelita, había cosido al fondo del bolsillo una libra esterlina de oro, mi mamá la cambió al día siguiente, le dieron 300 pesos de ese entonces y nos llevó a la panadería. Fue un día feliz.

El Colegio Madrid

A través de Manolo Ulacia Altolaguirre -amigo solidario- mis padres llegaron al Colegio Madrid – los niños debíamos seguir estudiando, retomar letras y números, conocer amigos, normalizar nuestra vida- Se entrevistaron con el Maestro Castlllo, director del colegio que fuera en época de la Guerra Civil Española miembro del célebre Regimiento de Ingenieros,  y él, inmediatamente nos ofreció un pupitre, una nueva historia bordada con las notas de “…Mexicanos al grito de guerra…”  combinadas con  “… De nuevo España resurge, es tan alto y tan grande su honor que en el hombre es un timbre de gloria el nacer y sentirse español…”

Debe haber sido a finales de octubre o por  principios de noviembre. Estábamos recién llegados, aún en el Hotel Versalles, muy cerquita de Reforma. Por las mañanas, nos levantábamos muy temprano y con los ojitos llenos de sueño recibíamos un lunch que nos entregaba en el mesón de entrada el recepcionista del hotel antes de subirnos al bus del colegio.

A mi no me gustaba; cuando podía me escabullía y me escondía en los armarios de las escobas o en el baño de la planta baja del hotel; un par de veces conseguí no ir al colegio, entonces me encontraban mis padres y veían qué hacer conmigo, pues ellos debían salir a sus entrevistas para conseguir trabajo.

No me gustaba el colegio.

En esos días no me gustaba nada.

El Colegio Madrid se fundó en Ciudad de México en 1941 por la JARE (Junta de Ayuda para los Refugiados Españoles) para dar atención a los pequeños refugiados y desplazados de la Guerra Civil Española. Un exilio que abrió la puerta a otro exilio, un abrazo amoroso en respuesta a nuestra desazón.

Al poco tiempo el Colegio se abrió a todos los niños chilenos y se incorporaron nuevas familias. Y  a mi no me gustaba el colegio, me sentía perdida, no me gustaba la clase de inglés. Mi maestra Angelita debió hacerle honor a su nombre porque recuerdo que si no me escapaba de clases me daba por bailar flamenco encima de las mesas.

Me gustaba ir a música, eso si, escuchar el piano y alguna que otra vez bailar un chotis. Me gustaba conversar con el señor Abadía.

Me gustaba ver cómo corrían mis compañeros a la tiendita del colegio apenas tocaba la campana del recreo y compraban churrumais y otros embelecos que no entendía cómo se podían comer.

Agradecía la presencia cuidadora y amorosa de Anita Barona, compañera y amiga tan chiquita como yo que me iba haciendo unos  álbumes  con fotos de Allende y de mi país para que yo no me sintiera tan alejada.

Me gustaba mi mochila con olor a cuero y mis libros de la SEP tan llenos de dibujos y de palabras bonitas. Pero no me gustaba el colegio.

Rebanada de aire.

La presencia más fuerte y protectora para mi – niñita de seis años- fue María Leal. Me encantaba verla con su guarda polvos blanco, sus canas y su rodete, sus gafas. Me invitaba a café con leche en su oficina, conversábamos o solo me dejaba estar antes de devolverme a mi salón.

Un día, estaba yo sentada en la escalera, era recreo y le daba una mordida a mi pan. Me vino un desconcierto inmenso y comencé a llorar, bajito, acurrucada y me vio María Leal. Recuerdo que no hablamos. Me miró y yo le mostré el pan vacío. Me tomó de la mano y entramos al comedor, me acomodó en una silla y me trajeron un tazón de leche tibiecita con galletas marías rellenas de cajeta. Mientras comía, María Leal dijo que a partir de ese día, todos los niños chilenos tomarían desayuno en el colegio.

Me gustaba María Leal.

Carlitos

Mis hermanos mayores estaban del otro lado de la calle, en la primaria y en secundaria. Me gustaba cuando sonaba la campana para salir de clases y subirme al bus del colegio que luego de casi dos horas de trayecto, nos llevaba de vuelta a casa. Vivimos un par de meses en Iztapalapa y cuando mis padres se incorporaron a trabajar en el CEMPAE y en la UNAM nos cambiamos a una casa linda en la colonia Florida. Pero la casa linda no importó porque mi hermano Carlitos, mi hermano mayor, enfermó. Seguimos yendo al colegio, a veces nos íbamos caminando o en trolebús o tranvía. Recuerdo una vez que, queríamos irnos de pinta, hacer la cimarra –íbamos atrasados al colegio- y en la esquina de Insurgentes con Barranca del Muerto, cuando estábamos a punto de cambiar el rumbo al colegio, se paró un auto a nuestro lado y la conductora nos dijo: “Son los niños chilenos, van atrasados a la escuela, yo los llevo” y nos dejó,  para nuestra frustración, en la puerta del colegio.

Sarita Moirón, destacada periodista mexicana había hecho un artículo sobre nosotros y había aparecido hacía unos días en Revista de Revistas a pleno color, lleno de fotos y de parte de esta historia.

Recuerdo ese artículo, las fotos con las caritas de mis hermanos y de tantos amigos. Carlos no estaba en ninguna foto, ya estaba enfermo, tal vez ya estaba en el hospital, no recuerdo bien eso.

En esos días, en esos meses nos cobijaron la Sra. Saavedra, María Luisa Tomás, Sarita Moirón, los González Casanova, los Ulacia, los de Pina, los Soberón, los Giacoman. Los menciono porque a esta distancia, a  40 años aún forman parte de mis recuerdos. Me gustaba cuando me iba a buscar Joaquín González Casanova y me invitaba a un helado Yom Yom antes de llegar a su casa a comer, me gustaba molestar a José, su mellizo para que me enseñara a pintar. Me gustaba ir a la casa de la maestra Capella y jugar con sus hijos y ver las diapositivas que nos mostraba su marido. Me gustaba jugar a que no pasaba nada. Me gustaba pensar que era parte de esas casas, aunque lo único que deseaba era no salir de la mía, poder estar con mi madre, con mi padre y con todos mis hermanos.

Y todavía no me gustaba el colegio y añoraba volver a mi Saint George’s College, jugar en la Plaza Sucre, ver a mis abuelos y a mis tíos, la casa de San Francisco y sus almuerzos de domingo en que mi abuelita y la cocinera hacían nuestras delicias favoritas antes de retornar a casa con los bolsillos llenos de calugas escocesas.

No me gustaba México, no me gustaba el colegio, no me gustaba nada pero aprendí a volver a sonreír y me empezó a gustar estudiar otra vez. Volví a tener por amigos a los libros y a la música y mi niña de ya 7 años comenzó a sonreír.

Carlitos  tuvo una remisión y volvió al colegio, caminábamos; él estaba muy alto y muy flaco, usaba un jockey, nos movíamos muy lento; a las pocas semanas mi hermanito murió. La leucemia es una enfermedad mala, duele, hiere y termina llevándose a los seres que más quieres. Carlos tenía solo 13 años ese 13 de octubre de 1974. Siete meses de pinchazos, radiaciones de cobalto y su sonrisa y su valentía siempre estaban allí, gran guerrero de solo 13 años. Escribía, leía, pensaba, amaba y aún tenía espacio para soñar y preocuparse del mundo en medio de su dolor.

Don Sergio Méndez Arceo – Arzobispo de Cuernavaca, luchador social y gran amigo- lo admiraba y años después me decía que cada día recordaba las palabras de mi hermanito cuando iba a visitarlo al hospital y tan pequeñito le decía: «Aquí, desde mi ventana, mi pequeña cuota de cielo y de sol me anuncia que ha llegado la mañana, soy un privilegiado».

Tenía 13 años. Era el 13 de octubre de 1974, cumplíamos un año de haber llegado exiliados a México.

«…El Exilio no es una palabra, ni es un drama, ni una estadística sino que es un vértigo, un mareo, un abismo, es un tajo en el alma y también en el cuerpo cuando, un día, una noche, te hacen saber que aquel paisaje tras la ventana, aquel trabajo, aquel amigo, aquella silla y aquel hueco en aquel colchón, aquel sabor, aquel olor y aquel aire que habías perdido, lo has perdido y lo has perdido para siempre, de raíz y sin vuelta. Si somos capaces de sentirlo, siquiera un instante, tal vez pueda evitarse volver a caer en él nunca más…»

Daniel Sueiro.
Preámbulo a la obra “Ligeros de Equipaje” de Jorge Díaz.
María Paz (Maipy) Duarte Rodríguez.
Asilada Política en México desde el 13 de octubre de 1973 al 28 de  mayo de 1994.
Refugiada reconocida por la ACNUR.
Directora de Teatro, docente y escritora.

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