Fabiola Jaramillo | Memorias de exilio

Fabiola Jaramillo | Holanda



SI HA VUELTO A CHILE, ¿CUÁL ES SU IMPRESIÓN DEL PAÍS?

Soy Fabiola, hija de la Unidad Popular; aquella “niña mujer”, cómo me describen mis amigos. Niña, porque guardo la esencia de esa niñez y adolescencia libre, democrática y feliz que viví en Holanda desde los 6 años  en medio de la diversidad social, cultural y política, convirtiéndome en la mujer  grande, luchadora, aguerrida y persistente que soy hoy en día como consecuencia de vivir con las dificultades propias de mi país desde los 16 años. Soy esa joven holandesa en un cuerpo de mujer chilena que se esfuerza día a día para armonizar con su esencia de “el aquí y del allá”.

Entiendo  que el concepto de exilio no fue aplicable en ese entonces para mí; el exilio lo vivieron mis padres y yo como su hija, sólo puedo decir que fui muy feliz en ese país que tan amablemente nos abrió sus puertas. No recuerdo ningún episodio traumático de adaptación o de discriminación. Fue un episodio armónicamente espontaneo e instantáneo con un proceso de asimilación ¿Cómo no amar ese país?  ¡Oh mi Holanda querida, mi amada Holanda, mi segunda patria, el país de mi corazón!!

Hoy, treinta años después miro los acontecimientos desde la  vereda de al frente y asumo que fui absolutamente una holandesa más; aprendimos con mi hermana su idioma a la perfección, comunicándonos con los amigos y también entre nosotras de tal forma; nos insertamos rápidamente en la vida cotidiana , nos pusimos los patines de hielo en invierno, patinando  en plena oscuridad por sus canales congelados; salíamos a pedir dulces en el barrio con una lámpara  los 11 de noviembre, homenajeando de tal manera a San Martin; poníamos los zapatos el 5 de diciembre en la ventana para recibir la mágica recompensa de San Nicolás por habernos portado bien durante el año, entre algunas de las muchas cosas más. Cómo no mencionar esas idas masivas en bicicletas todos los veranos con los amigos a las playas o a los campos cercanos para pelar los bulbos de tulipanes y ganarnos así unos pesitos para las vacaciones.

En fin, yo era más chica y más morena, pero así y todo, una holandesa más entre los tantos holandeses blancos, rojos, amarillos y negros. Agradezco infinitamente a mis padres por haber optado por esa transculturización favoreciendo de esa manera a una mejor adaptación a ese mundo tan nuevo y diferente; esto  no significó perder  la propia identidad chilena, al contrario, fuimos protagonistas de un proceso de enriquecimiento cultural y socio político de nuestra propia realidad.

El nexo con Chile era potente; siempre al tanto con las noticias que provenían de la Radio Moscú, los testimonios que traían los nuevos exiliados, las visitas de personajes políticos a la casa, la participación en las reuniones de mis padres y cómo no mencionar las grandes concentraciones que se realizaban en Amsterdam  y que eran escenarios para encontrarse con los amigos chilenos. Todo aquello era un verdadero golpe de identidad. Fue así también como durante muchos años participábamos de un grupo folclórico chileno, ensayando todas las semanas nuestros bailes típicos para luego viajar y presentarnos en los diferentes actos políticos de apoyo a Chile.

Sin embargo la conciencia de ser hija de la Unidad Popular latía presente, sintiendo la amargura, tristeza y soledad que Holanda ejercía sobre mi madre. Tengo conciencia del miedo que ella  sentía al ver un policía, como consecuencia de su detención en septiembre del  73 o  de su angustia cuando los holandeses no la podían entender en su interacción comunicativa, llevando definitivamente  conmigo la carga de su impotencia cuando yo de niña sentía vergüenza de escuchar su calidad lingüística.  Es por este grado de concientización  que de pequeña tenía claridad que en algún momento de la vida había que volver  a nuestro país natal.

El retorno fue intenso, desde el momento que se llamó a “reunión familiar” y donde mi padre nos muestra la lista en donde aparecían sus nombres  como señal del levantamiento del exilio. Sin grandes discusiones, recuerdo que con mi hermana sólo nos miramos y sin previo acuerdo les dijimos “no hay problema, llegó la hora de volver”, hecho que sucedió a los pocos meses después.

Retornar no fue fácil; volver a un Chile socialmente opuesto fue duro; pasar de la estabilidad a la inseguridad; no había plata, las risas por vestirnos diferente o por  hablar  con acentos, el pre juicio o intolerancia del “chileno” en torno a opiniones o acciones, la ausencia de amigos, la relación con la familia era tímida y la el miedo de este Chile reprimido me carcomía, sintiendo la obligación moral de ingresar a las filas de una militancia, entrando  así a temprana edad a la etapa adulta.

En fin,  los años más cercanos de este retorno fueron los años más solitarios y afligidos de mi vida, comenzando así un lento  proceso de adaptación, donde yo me sentía  la protagonista de esta cara oculta del exilio; el exilio 2.0 de los hijos retornados.

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