Daniel Henríquez Rodríguez | Memorias de exilio

Daniel Henríquez Rodríguez | España



¿QUÉ LE PRODUCE LA PALABRA CHILE?

Al comienzo mucha curiosidad. Era natural en la casa, siempre supe que había nacido en un lugar llamado así, «Chile». Que venía antes de Chipre en el diccionario. Mis padres se exiliaron el 76. Llegamos a Madrid en marzo, recién muerto el dictador español y pasé la infancia en un barrio hermoso, lleno de parques para jugar y donde todos los vecinos venían de algún pueblo distinto de España. Mis padres eran los vecinos más jóvenes pero compartían la misma condición de foráneos con el resto, con lo cual no me sentí particularmente diferente a nadie. Sólo era más moreno. Y mis padres hablaban con «s», llamaban con palabras raras a las cosas, «cálefon» al calentador, «guatero» a la bolsa de agua caliente, «velador»… Me llamaba la atención que, de vez en cuando comíamos cosas que nadie más comía: choclo, que robábamos a las afueras porque no te lo vendían (- es para los cerdos, como te lo voy a vender, eso no se come- decían). Y de vez en cuando venían chilenos de visita, o los veíamos en las manifestaciones, rituales frecuentes de fin de semana en determinadas fechas a reivindicar. Se parecían a mis padres, hablaban con «s» y eran cariñosos. Sin embargo no tenía ninguna gana de conocer Chile. Mi realidad me bastaba y los relatos eran siempre oscuros, la dictadura, los militares, el fascismo. De eso siempre fui consciente. Nada de copihues ni idealizaciones de la cordillera. Siempre supe que salvamos la vida al viajar, al exiliarnos.

La primera vez que vi chilenos famosos, más allá de Bigote Arrocet, que salía en la tele y era como mexicano y además facha (era imposible identificarse con eso), fue para el mundial del ´82. El álbum con las figuritas coleccionables era a todo color y tenía una página entera dedicada a esa camiseta roja. Uno por uno fui completando las estampas y recuerdo alucinar con los apellidos y nombres que no sonaban en mi colegio: Moscoso, Aravena, Caszeli…y con sus rostros. De alguna forma el que me parecía más chileno era el Pato Yáñez. Creo que porque se parecía a un tío postizo del exilio, que vivía en París y venía de vez en cuando.

Cuando mi madre viajó a votar para el plebiscito no quise acompañarla. Cuando mi padre viajó con su nueva esposa a recorrer el país no quise viajar tampoco. No me gustaban las historias que había escuchado por años. Torturas, asesinatos, manos quebradas. A pesar que la referencia de Lisboa era hermosa, pues siempre me decían que se parecía a Valparaíso, no tenía más estímulo visual que las películas siempre en blanco y negro y siempre tristes. Recuerdo la Batalla de Chile en la televisión española, viernes por la noche y lágrimas. Cuando comenzó esa injusta transición mi madre regresó con ánimo de colaborar y aproveché de visitar por primera vez mi tierra natal. A partir de ahí ha sido un largo proceso en que «Chile» ha ido significando muchas cosas. Muchas de ellas duelen.

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